"En cada barrio hay por lo menos un loco, el del nuestro se llamaba Sebastián..." dice una canción de Rubén Blades. Viniendo más acá, "El viejo Matías" de Víctor Heredia, se puede decir que era un loco de la guerra. Y si nos ponemos a investigar, habrá un montón de locos de estos, mencionados en textos y poemas, con el mérito de de haber inspirado a sus autores a contar sus historias.
Tanto en el Pueblo como en Liberpul había varios locos: Hueviduri cuchillero matagente, Panchilo (Mameta), El yuto, La Chichi, El Loco Berna inventor del rayo láser, El Mudo, el hermano del Mudo, Hígado y algunos mas que habrán de aparecer mas adelante...
Había uno, que andaba casi siempre por el Pueblo, del cual nunca supe su nombre, lo llamaban "el loco de la guerra". Siempre andaba caminando por la calle y murmurando bajito, no era de los locos peligrosos, pero tampoco de los amigables.
Una vez, estábamos en el Club con los changos a la siesta, tendríamos unos trece años, y lo vimos al loco que estaba dando vueltas a las canchas de basquet caminando, y tomando agua de una botella. Debe de haber dado unas cuarenta vueltas bajo el sol, paraba únicamente para cargar agua en la botella, se mojaba la cabeza y seguía. Mientras hacía esto, nosotros lo mirábamos y conjeturábamos acerca de su nombre, donde vivía, en qué guerra se imaginaba y demás fabulaciones, sin llegar a conclusiones reales.
Durante toda mi adolescencia y juventud me lo seguí cruzando de vez en cuando.
La última vez que lo ví, yo tendría más de veinte años y volvía de madrugada caminando hacia el Pueblo (no me pregunten de dónde), serían las tres de la mañana y la luna llena alumbraba todo.
El loco de la guerra estaba en medio de la calle desierta, un poco antes de llegar a las vías. Enfrente había un gran terreno baldío, en dónde creo que actualmente hay un parador y una estación de servicio.
Tenía en sus manos una caña de unos tres metros de largo, con un trapo blanco atado en su extremo, enarbolándolo como bandera. Seguí caminando, acercándome, no sin cierto temor. Lo que menos quería era que ese loco me calzase un palazo en la cabeza. El loco agitaba la caña, de un lado a otro, mirando hacia la luna brillante.
Parece un náufrago, pensé. Pasé a unos dos metros de él, mirándolo de reojo y ni siquiera se percató de mi presencia. Cuando estuve a una distancia considerable, me di vuelta para mirarlo. Detuvo el agitar de su caña, bajó la mirada del cielo y me vió. Fueron solamente dos segundos.
Inmediatamente él siguió agitando su bandera, y yo dí media vuelta y seguí camino hacia el Pueblo.
Aún hoy recuerdo perfectamente esta última imagen del loco de la guerra y su naufragio.
Aunque, ahora que lo pienso bien, el loco no era un náufrago. En realidad se estaba rindiendo, agitando esa caña y flameando el trapo blanco, y yo fui testigo de su rendición.
El loco de la guerra se rindió ante la luna y su ejército de estrellas.