lunes, 6 de septiembre de 2010

Serapio Telmo Miranda

Tal es el nombre del protagonista... Serapio Telmo Miranda. La poesía es de Martín Castro, se llama "Hachando alambraos". La recitó Eduardo Ávila en "La arunguita", grabada en 1972.
El poema se inmortalizó en mi alma y en las de mis amigos, a través de asados y guitarreadas, entre vinos compartidos y abrazos largos de distancia...
Aquí va, como homenaje a todos ellos, en especial al Lobo, que la recitaba, y al Gordo Pelusa, que la templaba en la guitarra...

Fue una tarde en Salavina, cuando el sol se iba ocultando
que se abrió frente al juzgado Serapio Telmo Miranda.
-Vengo porque me han citao- dijo con cierta arrogancia.
-¿Vos sos Serapio Telmo Miranda?- repuso el comisario.
-De nombre y apelativo, el mismo que viste y calza.-
-Han llegao a mis oídos menta de tu mala fama,
que no hay alambrao alguno que no le hayas metío hacha.
¿Cómo es que habiendo tranqueras pa dentrar en las estancias,
andas hachando a mansalva? ¿No ves que en esos campos
hay mucha hacienda baguala y vos te haces camino
porque se te da la gana?
¡Esa sola cobardía no cabe en un alma gaucha!-
-Le voy a contestar al hombre y a la ley que me demanda.
Yo soy del origen quechua porque lo era mi mama,
mi abuelo y mi bisabuelo, y hasta el nacer de mi raza,
que engendra de esta tierra con todo el dolor del alma.
Y cada alambrao que estiran compriendo que me separan
del corazón de los míos y se divide mi raza,
que de mi madre me alejan y empiezo por añorarla.
Los alambraos no saben del dolor de la pachamama.
¿Cómo pueden vender, digo un pedazo de mi tierra
sin cometer el delito de hacer una venta falsa?
Si la tierra no es de naides... De haber un dueño, es el quechua.
Después del quechua, señor, no hay mas dueño que el sol y el agua.
Es por eso que con mi fierro ande quiera me abro cancha
porque el intruso me empotra y va transformando mi alma.
Y ya no queda un lugar donde clavar una estaca
pa que aten los caballos los huérfanos de mi patria.-
-¡Basta!- repuso el comisario- me has dao una lección sabia,
yo también soy argentino y llevo un quechua en el alma.
Ya mismo, amigo Serapio monte sobre su caballo
y salga a pelear por lo suyo, porque es suya la campaña.
Desde el nacer de Ushuaia hasta el confín de La Quiaca,
del pie de la cordillera, a las orillas del Plata.
¡Demuestre que lleva un quechua en el alma!-
-¡Gracias comisario, gracias!

miércoles, 13 de mayo de 2009

Aquellos locos...

"En cada barrio hay por lo menos un loco, el del nuestro se llamaba Sebastián..." dice una canción de Rubén Blades. Viniendo más acá, "El viejo Matías" de Víctor Heredia, se puede decir que era un loco de la guerra. Y si nos ponemos a investigar, habrá un montón de locos de estos, mencionados en textos y poemas, con el mérito de de haber inspirado a sus autores a contar sus historias.
Tanto en el Pueblo como en Liberpul había varios locos: Hueviduri cuchillero matagente, Panchilo (Mameta), El yuto, La Chichi, El Loco Berna inventor del rayo láser, El Mudo, el hermano del Mudo, Hígado y algunos mas que habrán de aparecer mas adelante...
Había uno, que andaba casi siempre por el Pueblo, del cual nunca supe su nombre, lo llamaban "el loco de la guerra". Siempre andaba caminando por la calle y murmurando bajito, no era de los locos peligrosos, pero tampoco de los amigables.
Una vez, estábamos en el Club con los changos a la siesta, tendríamos unos trece años, y lo vimos al loco que estaba dando vueltas a las canchas de basquet caminando, y tomando agua de una botella. Debe de haber dado unas cuarenta vueltas bajo el sol, paraba únicamente para cargar agua en la botella, se mojaba la cabeza y seguía. Mientras hacía esto, nosotros lo mirábamos y conjeturábamos acerca de su nombre, donde vivía, en qué guerra se imaginaba y demás fabulaciones, sin llegar a conclusiones reales.
Durante toda mi adolescencia y juventud me lo seguí cruzando de vez en cuando.
La última vez que lo ví, yo tendría más de veinte años y volvía de madrugada caminando hacia el Pueblo (no me pregunten de dónde), serían las tres de la mañana y la luna llena alumbraba todo.
El loco de la guerra estaba en medio de la calle desierta, un poco antes de llegar a las vías. Enfrente había un gran terreno baldío, en dónde creo que actualmente hay un parador y una estación de servicio.
Tenía en sus manos una caña de unos tres metros de largo, con un trapo blanco atado en su extremo, enarbolándolo como bandera. Seguí caminando, acercándome, no sin cierto temor. Lo que menos quería era que ese loco me calzase un palazo en la cabeza. El loco agitaba la caña, de un lado a otro, mirando hacia la luna brillante.
Parece un náufrago, pensé. Pasé a unos dos metros de él, mirándolo de reojo y ni siquiera se percató de mi presencia. Cuando estuve a una distancia considerable, me di vuelta para mirarlo. Detuvo el agitar de su caña, bajó la mirada del cielo y me vió. Fueron solamente dos segundos.
Inmediatamente él siguió agitando su bandera, y yo dí media vuelta y seguí camino hacia el Pueblo.
Aún hoy recuerdo perfectamente esta última imagen del loco de la guerra y su naufragio.
Aunque, ahora que lo pienso bien, el loco no era un náufrago. En realidad se estaba rindiendo, agitando esa caña y flameando el trapo blanco, y yo fui testigo de su rendición.
El loco de la guerra se rindió ante la luna y su ejército de estrellas.